jueves, 7 de agosto de 2008

Del dulce tormento de escribir una novela

Estoy metido en una novela. Y cuando digo metido, quiero decir engolfado, sumergido hasta las trancas. Me llaman mis hijas, me llaman los amigos, el vecino, el cartero y yo estoy en otro mundo y todas las voces me molestan porque dentro de mí me llaman a voces mis personajes, exigen su cuota, un traje mejor hecho, un perfil psicológico mejor construido, un diálogo más natural y eso todos a la vez y en todo momento y a mí me cuesta mucho distinguir cuál de esas exigencias merece antes mi atención y mis cuidados: ¿Por qué me pones ese nombre tan horroroso? ¿Y a mí por qué me matas tan pronto? ¿Cómo caes en el tópico de llevar niños a escena para dar penita y luego deshacerte de ellos? Es increíble cómo ese mundo interior puede llegar a ser más real que el exterior, cómo puede llegar a preocuparme más de qué color son los ojos de la prota que lo mucho que cuesta llenar el depósito del coche. Pero ¿sabéis qué es lo peor de todo? Que invertir tanto tiempo y energía mental en una novela no garantiza su calidad. Como me dice Jabo, quizá he parido un montón de hijos feos literarios y me he encariñado con ellos. Pero de hoy no pasa. Esta noche haré de Herodes. Pasaré a cuchillo a todos los primogénitos y sólo respetaré el cuello de los que de pronto me enseñen los dientes. A ésos tendré que respetarlos. Pero ¿y si resulta que también ésos eran hijos feos? También los hijos feos tienen derecho a existir, aunque uno no los enseñe.

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